Hacía unos minutos que había parado el motor de mi coche. Cuando trabajo llevando grupos y expediciones me gusta buscar un momento de sosiego para mí. 

En aquélla ocasión estaba liderando un recorrido en bici por el profundo sur de Marruecos. Después de hacer las compras de avituallamiento en el cercano zoco de Agdz, cerca de Zagora, en el valle del Draá, proseguí unos kilómetros por el interior de la seca y solitaria “hammada”, esas tierras rojas, marrones y negras, calcinadas hasta la extenuación y que forman el preludio del Sahara. Cuando apagas el motor de tu coche y sales de su interior, el efecto “burbuja” que produce el cómodo habitáculo desaparece de repente, cortas la ligazón con cualquier efecto mecánico que te pueda unir a la “civilización” y, entonces, te das verdaderamente cuenta de la dimensión del paraje donde te encuentras, que no es otro que un lugar remoto y dulcemente salvaje. El aire vuela templado a esas horas del medio día y tan sólo el zumbido de alguna mosca pone una nota en el aire denso. Sí, me gusta disfrutar de ese momento mágico tan sólo para mí, en el que el cielo sahariano parece aplastarte y la vista se dilata en lontananza. Aquel día el silencio tan sólo fue quebrado por el suave y cadencioso trotar de un borriquillo que arrastraba un pequeño carro. Un abuelo y su hijo venían de la compra en el vecino zoco de Agdz. Las ruinas fantasmales de una Kasbah servían de mudo testigo a la tarea semanal, ahora, como hace cientos de años.

© Faustino Rodríguez Quintanilla, texto y fotos.

Hammada del Draa, sur de Marruecos. Abril de 2009.

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