Si has estado toda la mañana visitando el nuevo Dubái, entre las torres de hierro, cristal y hormigón, bajo los edificios retorcidos, entre el laberinto de autopistas o fijando la mirada en las flechas de acero que quieren horadar el cielo de Alláh, no te puedes imaginar que muy cerca de esto aún permanezca vivo un trozo del viejo Dubái.
El ancestral emirato de pescadores de perlas se entregó al desenfreno hace pocas décadas y por ello, casi de milagro, se han salvado a duras penas algunas zonas. Se han restaurado calles y edificios del histórico barrio de Bastakia y muy cerca es posible deambular por viejas calles sombreadas entre zocos de especias y artesanías. Pero la magia del viaje, ese momento único que jamás se olvida de un periplo determinado, la encontramos aquélla tarde de luces cálidas y calor oriental en las orillas del Creek o Khor, el canal de agua que comunica la ciudad antigua con el mar Arábigo, entre “abras” y barcazas que trajinaban con pasajeros afanados en sus tareas. En el pequeño y antiguo muelle me sorprendió encontrar grandes y maravillosos “Dhows” de madera que comercian con Irán y otros puertos del Golfo. Unos marineros de sonrisa amplia y tez curtida por el sol y por la sal nos invitaron a entrar. Atareados en sus labores de carga y descarga, hicieron un alto aprovechando un pequeño descanso para atendernos con dulzura y curiosidad. A lo lejos se escuchaba la llamada a la oración desde los minaretes que resaltaban sobre las techumbres, mientras mi imaginación me traicionaba llevándome a mares perdidos. Estas gentes, estos marineros de otra época y sus cascarones de castigada madera son ahora fantasmas a la deriva que asisten en sus derrotados galeones a un mundo que se va.
Deira, viejo Dubái. Junio 2018.
Jerez, Julio 2018.
Texto y fotos © Faustino Rodríguez Quintanilla
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