Estábamos finalizando un periplo que comportó muchos días caminando, los colores y luces cálidas de un otoño que se avecinaba cercano estaban llegando a estos confines del Himalaya. Esas luces, colores y olores producen beatitud en el viajero que realiza un gnaskor, como en el Tíbet se describen las peregrinaciones: “saberse superfluo, sin prisa y sin meta remunerada mientras se va de un sitio a otro”, en palabras de Peter Mathiessen; lo que algunos han llamado el “Zen del caminar”.

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1986, éramos muy jóvenes y teníamos todo el tiempo del mundo y un mundo por descubrir. Nuestro R-4, el famoso “cuatro latas” atravesaba libre entre los mares de dunas y las vastas mesetas calcinadas, las solitarias hammadas y los grandes “platós” como el de Tademait, miles de kilómetros cuadrados de arenas y vacíos absolutos.

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