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Marcelina, criadora de cobayas

Marcelina, criadora de cobayas

Aquel día veníamos de la Quebrada Schallap, uno de esos valles salvajes que desde el Altiplano se adentran en las alturas andinas y terminan al pie de los grandes glaciares, bajo los colosales nevados. 

Veníamos subiendo una cuesta bien empinada, con un paso cadencioso y tranquilo porque caminar por encima de los cuatro mil metros no permite demasiada prisa. Al poco nos salió al paso una de esas cholitas que, incansables, trabajan en los pequeños huertos y caseríos de la zona. Marcelina esgrimía una sonrisa amplia y era dicharachera en sus modales, tenía ganas de hablar y de conocer algo de estos dos sujetos que caminábamos más torpes que ella por los caminos de su tierra. Marcelina, acostumbrada a la altura, hablaba sin parar mientras que uno, hacía esfuerzos para seguir la conversación, por otro lado simpática e interesante. Marcelina portaba un cubo lleno de leche en una mano pues venía de ordeñar a una de sus vacas. —Subo a diario desde Huaraz, allí vivo con mi esposo, mis hijos y mi padre. Mi marido se dedica a la construcción y mis hijos estudian y yo, como usted ve, me dedico a cuidar y trabajar en la tierra, siembro papas y tengo cinco vacas. Este pequeño terreno es de mi padre, pero el ya no sube aquí, está muy mayor. También crío cuys, pequeñas cobayas, ¿quiere verlas? —Al poco llegamos a un chamizo hecho con tablas en donde los pequeños animalillos esperaban la visita de Marcelina y algún día no lejano, su San Martín. Marcelina cogió un ramillete de hierba fresca que produjo la algarabía de las pequeñas ratas. —Les gusta esta hierbita bien fresquita y cuando tienen hambre me llaman y me dicen: “guii, guii, guii”. La mayoría de ellas las vendo en el mercado y el resto nos las quedamos para comer en familia. Se cocinan con aceite, cebolla y ajo bien fritos, no más. ¡Están bien ricas! —¿Y, no te da pena matarlas? —le dije en forma de pregunta maliciosa en la que ni yo mismo creía. A lo que me contestó si preámbulos con un ¡no!, esbozando una sonrisa pícara y desenfadada. Marcelina tenía la misma relación fraternal con sus cobayas que nuestras abuelas con las gallinas del corral. Al poco me despedí de Marcelina y sus cobayas pero antes de despedirme me preguntó: —¿Está usted casado?

Estancia de Marcelina. Quebrada Schallap. Parque Nacional Huascarán. Perú. Septiembre 2019
Jerez, Noviembre 2019
Texto y fotos © Faustino Rodríguez Quintanilla

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