Ankarana es una remota aldea situada en el extremo norte de Madagascar. Por aquí no vendría nadie si no fuera porque algunos naturalistas y viajeros llegamos a este lejano confín para visitar el Parque Nacional al que la aldea presta su nombre.
Es un lugar muy curioso desde el punto de vista geológico. Los “Tsingy”, como aquí llaman a un convulsionado paisaje kárstico, forman parte de la geografía. Un mar de rocas cuarteadas y afiladas como cuchillos, una esponja de piedra con miles de galerías subterráneas que llegan incluso, algunas de ellas, a conectar con el océano. A su vez, el bosque tropical seco rodea este vasto territorio y en su interior se dan cita extrañas plantas, baobabs y grandes árboles, donde se esconden los lémures, revolotean cientos de insectos, minúsculos camaleones y acechan multitud de reptiles.
Por la tarde, y con el sol poniente, salgo a caminar un rato. El paisaje se muestra dulce y la estampa es netamente africana. Algunos pastores regresan con sus rebaños y unos cuantos niños a los que se van uniendo otros se ponen a caminar detrás de mí, como si yo fuera el “flautista de Hamelín”. Las destartaladas casas de Ankarana, hechas de restos de chapa y tablones de madera, se asientan a ambos lados de la destrozada línea de asfalto. En el barecillo del pueblo me dicen que en la aldea ha muerto una mujer joven y que según la tradición esta noche vendrán otros espíritus a buscarla. Un poco más adelante veo como cerca de la casa donde vivía la difunta se asientan numerosos grupos de personas. Los hombres están a un lado y las mujeres en otro. Me acerco pausadamente al lugar, los hombres construyen un ataúd con tablas y en otro lugar, las mujeres cocinan algo en un gran caldero sobre el fuego de leña. La noche será larga y preparan comida para los visitantes. Reina el silencio y el habla se torna en murmullo. Las mujeres ataviadas con vistosos trajes de colores se arremolinan junto a una de las casas. Me acerco un poco más y la gente parece indiferente a mi presencia, me gustaría saber algo más, pero sobre todo me preocupa molestar. Al fin, una chica se levanta y se dirige hacia mi hablándome en francés. Me dice, casi con señas, que nos retiremos un poco para poder hablar. Es bellísima, bajita, con la piel tostada como la canela, vivarachos ojos de marrón claro tirando a verdosos y esgrime una amplia sonrisa. Le pregunto si vive en la aldea. –Nací aquí, señor, pero hace años que vivo en “Diego”. Diego es “Diego Suarez” o Antsiranana, la pequeña capital, puerto pesquero, situada a unos 200 km pero a más de 10 horas de dura carretera. – En “Diego” me gano la vida trabajando en una pequeña tienda y he venido a ver a mi familia. Hablamos un poco más, le doy las gracias por atenderme y antes de que me despidiera, me dijo; señor, aquí en Ankarana, sólo se pueden hacer dos cosas; nacer y morir.
Texto y fotos (C) Faustino Rodríguez Quintanilla
Ankarana, Madagascar.
Jerez, final Octubre 2017.
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