Estábamos exhaustos cuando llegamos a la hacienda “La Primavera”. Desde que hace varios días saliéramos de Salento, la idílica población rodeada de cafetales en las faldas andinas del Quindío, no había parado de llover.
Atravesar los caminos de la selva, los ríos y los pantanos del páramo se convirtió en un acto de funambulismo entre lodazales y ciénagas. Nada que no compensara el disfrute del fantástico lugar en donde nos encontrábamos. La Hacienda “la Primavera” está perdida en medio del páramo andino, una zona agreste y salvaje situada sobre los tres mil metros, entre las selvas y los nevados. Llamarle “Hacienda” es quizás demasiado pero es como conocen en Colombia a estos pagos. La construcción es austera, una casa construida en madera y piedra, varias habitaciones, una cocina, un porche y una fuente y justo detrás las estancias de los animales, poco más, por supuesto no hay electricidad, el pueblo más cercano está a dos días a pie.
La señora Mabel vive aquí con sus tres hijos, el marido se fue un día y ya no volvió. Mabel ha habilitado una habitación para acoger algunos huéspedes que, aunque húmeda y fría, a nosotros nos parece un excelente refugio. La tarde está definitivamente gris y oscura e intentamos coger algo de calor en la cocina, alrededor del fuego de leña. Hoy es “noche de velitas”, la víspera de la festividad de la Inmaculada se celebra en toda Colombia con el encendido de velitas, comidas típicas y algún licor. Mabel ha intentado poner de su parte y esta noche muchas velas lucen encendidas por toda la casa dando un tono cálido a la frialdad del recinto. Ha venido también su hermano, el “señor Alejandro”. Más de ocho hora a caballo son necesarias, desde el caserío de su padre al otro lado de las montañas, para llegar hasta aquí. Alejandro se toca con un amplio sombrero, luce un ralo bigote y su imagen me recuerda antiguas fotografías de milicianos del ejército de Pancho Villa.
A la tenue luz del reverbero Mabel ha preparado unas “papas sudadas” que acompaña con verduras, arroz blanco y un trozo de tocino frito que llaman “chicharrón”. Parece que estamos viviendo en otra época, comento con Adolfo. De hecho es así, aquí se comprueba que se puede viajar en el tiempo. La ausencia de lo que aquí llamamos “comodidad” no hacía en esta noche oscura y lluviosa sino acrecentar nuestra sensación de bienestar mientras compartíamos mesa con esta familia, alrededor de la lumbre y lejos de cualquier parte. –¡Bien verraco que estaba el camino hoy, señores! –acertó en comentar el señor Alejandro.
© Faustino Rodríguez Quintanilla, texto y fotos.
Cordillera de los Andes (Colombia), 2010.
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