Después del viaje en furgoneta desde Kampala y del consiguiente traqueteo, aquel pollo extremadamente duro del restaurante del “Saad Hotel”, el único de la zona, nos pareció una auténtica delicia, acompañada por la amabilidad de su jefe, Mr. Yestas, una persona bajita, decorada con un traje de chaqueta, con ojos saltones y que se expresaba con voz tímida en una especie de mezcla entre inglés y swahili, con la rapidez del rayo, haciendo que no nos enteráramos de casi nada de lo que decía. Pero lo que verdaderamente nos importaba era estar por fin ante la entrada del misterioso Ruwenzori, las legendarias Montañas de la Luna.
En el año 500 A.C. , Aeschylus escribió de ellas: “Egipto nutrido por las nieves…” y 600 años más tarde, el geógrafo Claudio Ptolomeo localizó el nacimiento del Nilo en un lago alimentado por unas cordilleras que él llamó las Montañas de la Luna, situadas en lo más profundo de África Ecuatorial. Sin embargo, no fue hasta 1876 cuando un Europeo -Henry Morton Stanley-, que encontró a Livingstone, vio realmente las nieves eternas, aún a una distancia de 83 km.
Había sido, pues, un descubrimiento tardío. Uno de los “problemas” geográficos por resolver que llenaban ríos de tinta y ocupaban las tertulias más apasionadas y afamadas de las Sociedades Geográficas de la época. Un macizo con cimas superiores a los 5.000 m de altura. Se trata de una de las regiones más regadas del Planeta. Las cumbres suelen estar cubiertas por espesas nubes que sueltan agua constantemente: llueve más de trescientos días al año. Su particular climatología unida a su altitud y a su posición geográfica ha propiciado la selva de montaña más lujuriante y espesa de la Tierra.
A finales de los ochenta, mi deseo de de visitar las “Fuentes del Nilo” se había convertido en una obsesión y hacia allí nos fuimos.
Durante muchos días caminamos por un mundo mágico de selvas de montaña, como pequeños liliputienses perdidos en un jardín. “Las plantas me refriegan la cara y el vapor y el sudor nos envuelven en una atmósfera irreal. Nos topamos con los primeros helechos arborescentes, pequeñas plantas que en Andalucía apenas alcanzan un metro y aquí sobrepasan con creces los diez. En algunos lugares, los rayos del sol apenas llegan al suelo y, sobre éste, crece un extraño manto vegetal compuesto por musgo y plantas muertas hace cientos de años y en donde tienen su base y crecen a su vez nuevas plantas sin solución de continuidad”, anoto en mi diario.
Florestas irreales por donde piensas que en algún momento va a salir un animal prehistórico, barrizales, pantanos, altos pasos bajo glaciares ecuatoriales, lluvias torrenciales… y, después de muchos días grises y verdes llega una mágica tarde que grabo en mi diario: “ El tiempo ha cambiado. La tarde está dulcemente soleada cuando llegamos a Kitandara. La luz hace de este sitio un lugar mágico, una infinita gama de verdes se mezcla con el negro de las húmedas paredes de la montaña y, en medio de este irreal paraje sobresalen como dos joyas naturales los lagos de Kitandara, quizás el lugar más bello de las montañas de Africa”. Pero el momento fue efímero y los días siguientes y hasta el final la tromba de agua era constante.
Así, vuelvo a anotar en mi diario: “Nos descolgamos por un camino de lodo y a veces pienso que ya no soy un caminante, un montañero…o yo que sé, sino más bien una lombriz que intenta escapar de esta inmensa ciénaga. Las últimas etapas se convierten en las más duras y peligrosas. El camino desciende siguiendo el curso del río, a través de una cascada. Los pasos más verticales los salvamos por precarias instalaciones de troncos y ramas resbaladizas hasta que llegamos a un gran pantanal bajo un abigarrado bosque de bambú. La incesante lluvia hacía que los torrentes fueran a su máximo nivel. A veces, había que cruzarlos metiéndose en agua hasta más allá de la cintura, pero ya nada importaba sino sólo llegar a nuestro objetivo final y por fin poder descansar.
Cuando con las últimas luces del día vi las primeras cabañas del poblado de Ibanda, no pudimos contener un grito de alegría. Pero, antes, sobre una pequeña oquedad increíblemente seca apareció el inconfundible excremento de un leopardo. “Por suerte al leopardo no le gusta tener los pies mojados” -dijo Baluka, nuestro guía, por una vez sonriente-, “Hemos sufrido demasiado últimamente para tener que preocuparnos por ellos”. “Cierto” -respondí yo- “pero el sufrimiento es relativo. Es el coste que pagas por el Ruwenzori…y vaya lugar más increíble”.
“A los amigos y amigas que compartimos aquélla increíble expedición que, sin duda, ralló la inconsciencia”, va por ellos.
© Faustino Rodríguez Quintanilla, texto y fotos.
Montañas Ruwenzori (Uganda), 1992.
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