Nada nos hubiera llevado a la pequeña aldea de Joffreville si no fuera porque se trata de un poblado a la entrada del Parque Nacional de la Montaña de Ambar.
En el extremo noroeste de Madagascar el terreno se levanta y el paisaje de tierra roja malgache cambia en pocos kms para convertirse en un bosque tropical lluvioso. Las características del terreno, la selva y la originalidad geográfica de Madagascar hacen que en un espacio relativamente pequeño encontremos una extraordinaria biodiversidad. Grandes árboles como los Ficus Indica, el Ebano, fresnos y cedros gigantes, extrañas palmeras, helechos arborescentes y animales como los lémures, garduñas, serpientes de colores y hasta camaleones del tamaño de un centímetro campan por este territorio. Con la caída de la tarde llegamos a Joffreville y nos alojamos en un pequeño hostal situado en una antigua casa colonial. Los franceses hicieron de Madagascar su colonia hasta 1958. Los últimos rayos de sol confieren beatitud a este villorrio perdido y me doy una vuelta descubriendo la dulzura y la suavidad de la decadencia impregnada en el paisaje urbano detenido hace casi sesenta años. Casas y mansiones que conocieron las alegrías y los tiempos de bonanza de los franceses aquí destinados duermen comidas por la humedad y por la vegetación. Hay poca vida en el pueblo pero descubro un almacén que aún guarda parte de la decoración francesa. Unos paisanos sentados a la puerta juegan al dominó, como si se tratara de un “magasin” de un pueblo de la Provenza. Unas viejas postales con motivos de la “Costa Azul” cuelgan aún de las paredes, quizás los propietarios del local se fueron apresuradamente o quizás pensaron en regresar sin saber que estos casos, cuando uno se va, se va para siempre.
Joffreville, Madagascar, Octubre 2017.
Jerez, Febrero 2018.
© Texto y fotos: Faustino Rodríguez Quintanilla
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