En unas horas estaremos volando a Oriente. No se trata de la "Embajada a Tamorlán", aquélla epopeya que por orden del Rey Fernando III de Castilla, realizaran en 1406 nuestros compatriotas Ruy Gonzalez de Clavijo y Alfonso Pérez de Santamaría a la corte de Samarcanda.
Hace un rato que hemos dejado atrás la carretera principal de Georgia, la que une el Mar Negro con Tiflis. Ahora, circulamos por carreterillas mínimas y Georgia se nos muestra como es.
Estábamos finalizando un periplo que comportó muchos días caminando, los colores y luces cálidas de un otoño que se avecinaba cercano estaban llegando a estos confines del Himalaya. Esas luces, colores y olores producen beatitud en el viajero que realiza un gnaskor, como en el Tíbet se describen las peregrinaciones: “saberse superfluo, sin prisa y sin meta remunerada mientras se va de un sitio a otro”, en palabras de Peter Mathiessen; lo que algunos han llamado el “Zen del caminar”.
Habíamos estado caminando en el nudo de montañas más salvajes que hasta la fecha había conocido, ese rincón del planeta donde se unen el Karakórum y las montañas del Hindú Kush.
Hemos llegado a Kasgar a través de una ruta legendaria y milenaria. El oasis de Kasgar es un cruce de caminos en el medio de los desiertos de Taklamakán y bajo las heladas cimas del Kongur y del Muztagh Ata.